El Evangelio de
hoy nos habla del fin del mundo, pero de
que manera y con que finalidad.
Cada día, cada
cotidiano irnos a dormir, es el final de nuestra jornada. Es una imagen del
morir. El acabar de un día es el avance de lo que será el final.
Acompañados o
solitarios, en lenta fase terminal o en instantáneo accidente, de múltiples
maneras puede llegar nuestra muerte.
Aquel momento,
el final de nuestro subsistir aprisionados en el espacio-tiempo, supone una
nueva y definitiva existencia. Desconocemos, pese a que con frecuencia la
imaginemos, como será.
Nadie está
seguro del momento, del lugar o la vivencia que en aquel instante tengamos.
La Fe, lo que
nos contó el Señor, es que no desaparecerá nuestra individualidad, que será
definitiva, que no estaremos encadenados y programados para rencarnaciones
posteriores, que será amor-felicidad u odio-desgracia.
Antes de irme a
dormir entro a rezar a mi querido Sagrario, me despido del día, sumergido en la
noche, pero no alejado del Señor. Al cabo de pocos minutos me voy a la cama y
pronuncio la simple petición: “ Dame, Señor, una buena noche” y orando así, me
hago la señal de la cruz.
Pretendo que
estas palabras y este gesto, sean los últimos
¡Ojalá, mi
muerte sea semejante, mis postreras palabras una oración musitada, mi último
movimiento una cruz trazada sobre mi pecho!
Eso es lo que
nos debiera importar. A cada uno de nosotros y a cada uno de los hombres.
No debe
interesarnos demasiado si el final de nuestro planeta será brusco o fruto de la
lenta acción de la entropía.
Que el arcángel
Miguel nos ampare y que el Señor nos reciba jubilosos ese día, y que todos los
hombres. nos sintamos felices por la gracia
y la gran misericordia del Señor Jesús..
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