VITTORIO SABBIONE EN MI VIDA
Un padre espiritual
Con pasos decididos aunque nerviosos, que atravesaban una
mañana de mis jóvenes 18 años, me trasladé sin retorno hasta la puerta. Mis
dedos trémulos reunieron coraje y con dos tímidos toques presionaron el timbre.
Esperé algunos instantes con el ánimo en suspenso… Él mismo la abrió, y su
bienvenida tan amable moderó la urgencia en mis deseos de no defraudarlo. Con
una humildad que contrastaba con su figura corpulenta, me condujo a su
escritorio. La fama de grandeza le precedía, y mi intranquilidad era fruto de
no saber qué decir ante semejante eminencia. Pero él lo hizo todo muy fácil…
Se interesó por mí: para conocerme pidió que le contara
sobre mi vida, sobre cómo había llegado hasta allí, y disfrutó visiblemente con
los pequeños y primeros brotes de mi reciente vida espiritual. Me hizo sentir
importante, valioso. Apenas comenzamos a dialogar percibí sorprendido que
estábamos en un mismo nivel, donde su vasta y rica experiencia no intimidaba la
cortedad de la mía, e incluso, sin mezclarse, ambas se fusionaban en una sola
realidad. Sumido en la atmósfera familiar espontáneamente generada, perdí mis
escrúpulos y ansiedades, y absorbí con un entusiasmo inaugural una y cada una
de sus palabras.
Envuelto en la suavidad de su voz, trepado a su mirada
iluminada por un fuego sagrado, me paseó por las inmensas extensiones del alma
dilatada, una más bella que la otra, allí donde reina la armoniosa combinación
de lo universal y lo personal, de lo especial y lo común, de la grandeza y la
pequeñez, de Dios y el hombre, combinación únicamente posible por obra del
Amor.
Terminada aquella charla al cabo de una hora, nos despedimos
mutuamente gratificados. Comencé a caminar notablemente aligerado física y
espiritualmente, bajo los efectos típicos de la unidad consumada, de la
presencia de Jesús entre quienes se reúnen en su nombre: paz, alegría, luz,
generosidad, heroísmo. Volví a mis tareas habituales, pero ya no era el mismo:
supe, con una certeza inapelable, que esta persona haría una marca muy
importante en mi vida.
Así fue mi primer encuentro personal con Vittorio Sabbione,
en la planta baja del ala este del edificio de Campo Verde, cuando comenzaba la
escuela gen de 1982 en la Mariápolis de O’Higgins. Hasta hoy no sabría decir si
Vittorio me presentó a Jesús o Jesús me presentó a Vittorio.
Con tan fructífero antecedente, las citas se
convirtieron para mí en una costumbre impostergable. La Providencia permitió
que me encuentre con él cada tanto.
Creada una relación personal más allá de nuestras respectivas funciones, se transformó en testigo siempre disponible de mi trayectoria
vivencial a lo largo del tiempo, y diría más, fue co-creador del proyecto de mi
propia persona.
Compartió conmigo la intimidad de los heterogéneos sucesos
de mi vida: gozó con la intensa experiencia espiritual de mis dos años en O’Higgins;
supervisó con ojo clínico la búsqueda de mi vocación; monitoreó mi inserción y
desarrollo en la vida en Buenos Aires; justificó mi alejamiento y lo promovió como parte necesaria de mi crecimiento en madurez fuera de la
estructura formal de la Obra de María.
La profundidad de su entrega a Dios-Amor, a quien su corazón
un día encontró y se aferró, generó en mí un repetido asombro, bajo el cual
registré imágenes imborrables de su anhelo insaciable de encarnar la Voluntad
divina:
Lo vi, en diversas visitas, interrumpir cualquier actividad,
por importante que fuera, para no hacerme esperar y recibirme, levantarse de su
escritorio y sentarse al lado mío para provocar la cercanía al atenderme, y
acompañarme hasta la puerta al despedirnos para luego quedarse innecesariamente
allí parado, viéndome mientras yo me alejaba unos cuantos metros, dejando
sembrada en mí, con todos estos gestos de amor deliberado, la atónita impresión
de que realmente era Jesús quien lo había visitado, porque él tomaba bien en
serio que ver al otro era ver a Jesús en el otro, mirada transformadora que en
uno aumentaba la autoestima, reforzaba la identidad y alimentaba, a su vez, el
propio impulso interno de amor.
Lo vi con respecto a mí, y me lo contaron con respecto a
otros, priorizando nuestra persona a cualquier otra cosa, donde, por ejemplo,
ante mi alejamiento de los gen, el abandono del focolar por parte de un
focolarino, o la renuncia al sacerdocio por parte de un sacerdote, apoyó
incondicionalmente nuestras respectivas decisiones y las sostuvo como búsqueda
noble de nuestra verdadera vocación, aceptando, incluso con dolor, ese
sacrificio de fuerzas para su amadísima Obra, confiando a ciegas en que así
contribuía paradójicamente a generar el verdadero espíritu de la Obra,
consistente en una red de amor entre personas, mucho más allá de su estado,
pertenencia o camino.
Lo vi pronunciar, en una misa de Pascua, la homilía más
corta y eficaz de la que tenga noticia, donde tardó menos de un minuto real en
exponer un solo y sustancial concepto: “Jesús ha resucitado… hoy está vivo… Si
tan sólo nos diéramos cuenta de que Dios está vivo… ¡hoy está vivo!”, dicho lo
cual se sentó en silencio a vivir lo que acababa de predicar, una verdad con
tanto peso que no necesitaba más palabras.
Lo vi, en distintos encuentros, referirse al carácter
siempre imperfecto del hombre, con algunas de sus ya clásicas expresiones,
donde tenía muy claro que mientras “uno sólo es Bueno”, cada uno de nosotros, y
él se incluía en primera persona, es un “desastre ambulante”, “una pelota
desinflada”, “apenas un buen tipo por no asesinar al vecino”, carencia radical
que nos acerca a la nada, donde paradójicamente él encontraba, mediante la
dura, sabia y trabajosa aceptación del dolor, la oportunidad de ser una nada de
amor que permita a Dios manifestarse.
Lo vi barriendo un mar de hojas secas otoñales, donde su
empecinamiento en cumplir la Voluntad de Dios, la de hacer ejercicios físicos y
mantener la armonía del ambiente, competía con el de la naturaleza que
provocaba el continuo derrame de los árboles, empecinamiento motivado en ambos
casos no por la terquedad sino por una fuerza interior, la del impulso
interminable de la vida.
Lo vi, últimamente, siendo paseado en silla de ruedas, un
día en que su memoria y los achaques físicos de su vejez le jugaban una mala pasada,
donde al acercarme a saludarlo clavó su mirada cansada en mi, intentando
transmitirme todo el amor posible, sin poder emitir en todos esos minutos una
sola palabra, y luego nos despidió diciendo “¡uno!” con el gesto silencioso de
su dedo índice tembloroso. Como una vela encendida consumida por el tiempo, con
su forma vertical totalmente derretida pero el tamaño de su llama tenazmente
conservado, por no haber quemado aún los restos de mecha guardada en su
interior, mientras la ancianidad va menoscabando su físico, la juventud
persiste en su espíritu, con la misma tenacidad de la vela en querer donar
hasta lo último de sí.
Lo vi en muchas situaciones más, que nada costaría seguir
enumerando…, pero ya es suficiente para fundamentar una firme convicción: la
vida de Vittorio es un poderoso antídoto contra la desesperanza en el hombre,
tan frecuentemente fomentada por la noche cultural de esta sociedad
postmoderna, y yo no estaría en mi sano juicio si no lo considerara un modelo
de humanidad realizada.
Volviendo a la prolongada serie de coloquios personales, la
misma dinámica de la unidad me fue modificando y, a diferencia de la primera
vez en que fui casi exclusivamente a recibir, las veces ulteriores fui a dar,
aunque siempre terminaba recibiendo porque se cumplía la ley evangélica: “al
que da se le dará más”.
En una ocasión, concertada una nueva cita con él,
recordé que el año anterior le había donado una selección de mis mejores
experiencias, que los últimos tiempos y cierta madurez me permitieron cosechar,
y esta vez recurrí al silencio monacal de la capilla de Campo Verde para buscar
en mi interioridad ensimismada algo valioso para ofrecerle… Mientras tanteaba
infructuosamente las escasas posibilidades de encontrar algún fruto espiritual
nuevo, porque ya los había compartido todos, “esa voz interior” habló de
repente como pocas veces lo hizo, con suma claridad.
Con ese lenguaje inefable
que ocurre en las profundidades del alma y que se manifiesta a la conciencia en
forma de convicción, Dios me invitó a llevarle a Vittorio un obsequio muy
particular, y he aquí la enorme y conmocionante sorpresa: ese atípico regalo,
si bien lo iba a entregar yo, no era de parte mía… ¡sino de Dios!… ¡Dios mismo
quería que Vittorio supiera que recibía, a través mío, un mensaje de personalísimo
amor de parte de Él! Sin salir de mi estupor, egresé de la capilla rumbo al
encuentro con Vittorio.
Con pasos decididos e impacientes, que atravesaban una tarde
de mis jóvenes 40 años, me trasladé sin temor hasta la puerta. Mis dedos ávidos
reunieron calma y ejecutaron pausados golpes para anunciarme. Me recibió con la
amabilidad de siempre y me condujo a su escritorio. La fama de grandeza le
seguía precediendo, pero ahora mi inquietud era fruto de saberme mensajero y
protagonista privilegiado de un evento de calibre místico. Reconocer ese hábito
de Dios de manifestar sus tesoros a través de medios humanamente inadecuados,
me ayudó a soportar mi indignidad ante lo sagrado de esa carga. Pero él lo hizo
todo muy fácil…
Establecido rápidamente el clima de unidad, pude expresarle
con mucha naturalidad el contenido nada común de mi alma. En palabras similares
a éstas, le dije: “Mira, Vittorio, recién estuve en la capilla pensando qué
cosa linda podía compartir con vos, y sentí que Jesús hablaba a mi corazón de
manera muy clara y precisa, pidiéndome que te diga a vos algo de parte de Él. Y
lo que quiere decirte es esto: ‘Vittorio, vos dejaste todo en tu vida, tu
familia, tu carrera, tu patria, tu cultura, para entregarte a Él por completo;
te llevó literalmente a la otra punta del planeta, y vos respondiste con amor a
su Amor; y por eso te ha dado el céntuplo, porque tenés cien casas, ésta y todo
focolar del mundo; te ha dado cien hermanos, todos aquellos vinculados a vos
por la unidad; te ha dado cien familias, todas aquellas que te abren las
puertas de sus casas en cualquier parte; y también te ha dado cien hijos, todos
aquellos a quien vos generaste espiritualmente. Y hoy, ahora, Él quiere, y yo
también, confirmarme como uno de tus hijos espirituales. Jesús quiere
agradecerte nuevamente regalándome a vos como hijo, como parte del céntuplo.’…”
A medida que estas palabras emigraban de mi boca y
abordaban
su espíritu de manera muy incisiva, el brillo de sus ojos agradecidos se
intensificaba en la profundidad de su silencio, y tuve la cabal sensación
(luego confirmada por él) de que esto, que yo consideraba un mensaje de amor
personal de Jesús, él lo acogía y también lo interpretaba como tal.
Con sus ojos
intensamente celestes, como el cielo interno que seguramente contemplaba, clavó
su mirada en lo infinito, en un punto eterno, y se demoró en un coloquio íntimo
y amoroso con Aquél a quien dio su vida y le devolvía vida en abundancia,
mientras yo asistía a esa maravillosa manifestación netamente espiritual, como espectador
en platea preferencial ante un escenario tan singular y universal como el alma
humana conquistada por el Amor de Dios.
Había un enamoramiento, un encanto, una
fascinación en esa mirada de Vittorio, al punto de entregar su vida por aquello
que veía, y resultaba gratamente inevitable desear ir, si bien estrenando mis
propias huellas, hacia la misma dirección que apuntaba esa mirada. Y tal vez no
sería exagerado afirmar: yo creo en Dios porque Vittorio cree.
Así fue mi último encuentro personal con él, en su casa de
la Mariápolis de O’Higgins, en 2004. Hasta hoy no sabría decir si Vittorio me
regaló a Jesús o Jesús me regaló a Vittorio…
Estas pobres palabras estan dedicadas a un grande, con todo el amor del que es capaz mi
corazón., uno de sus tantos hijos espirituales.
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