Una Ciudad no basta
Reúne amigos que tengan tus mismos
sentimientos.
Únete con ellos en el nombre de Cristo y
pídeles posponerlo todo a Dios.
Enseguida establece un pacto con ellos:
prométanse amor perpetuo y constante, a fin de que el Conquistador del mundo
esté siempre en medio de ustedes y sea su jefe, para que, destruido vuestro yo
en el amor, la Madre del Amor hermoso los sostenga a cada paso, enjugue toda
lágrima y les sonría a cada alegría.
Toma luego las medidas de la ciudad.
Busca al jefe espiritual de la misma
Visítalo con tus amigos.
Exponle tu plan, y si él no está de
acuerdo, no des ni un paso, pues lo estropearías todo.
Si Él te aconseja y te ofrece normas,
acéptalas como mandato y hazlas palabras de orden para ti y tus amigos.
Dile tu devoción, porque Cristo te lo ha
ordenado y ofrécete a ayudarlo -con tu aporte espiritual- en su difícil misión.
Interésate después por los más
miserables, por los andrajosos, por los abandonados, por los huérfanos, por los
presos. Sin dar tregua a la acción corre con los tuyos a visitar a Cristo en
ellos, a confortarlos, a revelarles que el amor de Dios está cerca de ellos y
los sigue.
Si alguno tiene hambre, llévale de
comer; y si está desnudo, llévale con que vestirse.
Si no tienes ropa o alimentos, pídeselos
con fe al Padre Eterno, porque le son necesarios a su Hijo, Cristo, a quien tú
quieres servir en cada hombre y Él te escuchará.
Cargado de bienes y de cosas, recorre
las calles, entra en las casas, busca a Cristo en los lugares públicos y
privados, en las estaciones, en los caminos, en los barrios humildes, y
acariciarlo sobre todo con tu sonrisa.
Después prométele amor eterno.
Donde tú no puedes, llegan tus plegaria
y tus dolores unidos al sacrificio del Altar.
No dejes a nadie solo y no seas mezquino
en las promesas, porque vas en nombre del omnipotente.
Mientras tú alegras al Señor en los
hermanos, Dios se ocupará de llenarte a ti y a tus compañeros de dones
celestiales.
Compártanlos a fin de que la luz no cese
y el amor no se apague.
Si tu acción es decidida y tu hablar
sazonado con sabiduría, te seguirán muchos.
Divide estos hombres en varios grupos,
para que con ellos puedas fermentar la ciudad que quieres minar con el amor. Y
sigue adelante.
Si los demás, al conocer tu vida y ver
con sus propios ojos los frutos, te piden que les hables, habla, pero que la
fuerza de tus palabras sean las cosas que has aprendido de la vida. Refiérete
en ellas al pensamiento de la iglesia y de las Escrituras, en la cual tú y tu
grupo habrán bebido como de la primera fuente segura, inagotable, eterna. De
modo que si el Pastor habla, sean ustedes su Palabra viva.
Una vez aliviado, ayudado, iluminado,
contento el que era el desecho de la sociedad, has puesto las bases para
edificar la nueva ciudad.
Entonces, reúne a los tuyos y repíteles
las bienaventuranzas, para que jamás pierdan el sentido de Cristo y de sus preferencias.
Luego extiende la mirada y di a cada uno
que todo prójimo, rico o pobre, hermoso o feo, capaz o no, es Cristo que pasa
junto a él.
Que tu ejército, el ejército de Jesús,
de María, esté a su servicio y cada uno llore con quien llora, goce con quien
goza, comparta penas y alegrías constantemente, con todos los sacrificios, sin
cesar jamás.
Intercala tu acción con la más profunda
oración, elevada por tu ejército en perfecta unidad, a fin de que -por Cristo-
se obtenga de esa ciudad la mayor gloria.
Y si el luchar cuesta, ten presente que
ahí está el secreto del éxito y que Quien te empuja ha pagado antes con su
sangre.
Perdona y ruega por quien te mira con
malos ojos, pues si no perdonas no encontrarás misericordia.
Y si el dolor te asedia, canta: "He
aquí el Esposo mío, el amigo mío, el hermano mío" , a fin de que a la hora
de la muerte el Señor le diga a tu alma: "Levántate, apresúrate, amiga
mía, hermosa mía, y ven" .
Así, para conquistar una ciudad, hasta
la victoria, es decir hasta el punto en que el bien venza al mal y Cristo, a
través de nosotros, pueda repetir: "Yo he vencido al mundo" .
Pero con un Dios que te visita todos los
días, si quieres, una ciudad es demasiado poco.
Él es el que ha hecho las estrellas, el
que guía los destinos de los siglos.
Ponte de acuerdo con Él y mira más
lejos: a tu patria, a la de todos, al mundo.
Y que cada respiro tuyo sea para esto,
para esto todo gesto tuyo, para esto tu reposo y tu camino.
Cuando llegues al más allá, verás lo que
más vale, y encontrarás recompensa proporcional a tu amor.
Obra de tal modo que no tengas que
arrepentirte en esa hora de haber amado demasiado poco.
Chiara Lubich
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